Y buscando entre esto y aquello, para mi sorpresa, fue un diciembre...
Fue en mi adorado diciembre cuando te vi,
cuando vi por primera vez tus brillantes ojos verdes y tu cálida sonrisa.
Fue con el viento gélido y el sol de verano, que llegaste tú,
tan mágico y perfecto como mis diciembres de infancia;
contigo volvieron todos mis recuerdos felices, mis ilusiones, mi inocencia de niña,
lo hermoso de cada detalle en mis días.
Los románticos atardeceres de cielos cubiertos en llamas, el aroma de los cipreses que se mecen como danzando en un vals, la sensación de que en el aire flotan miles de particulas de escarcha dorada, el brillo tibio del sol que se cuela entre las ramas de los árboles y juega con mis pupilas, las noches cargadas de estrellas, noches en las que siento que puedo pedir un millón de deseos, y todos tienen que ver contigo...
Todo llegó contigo un diciembre.
Tenía que ser diciembre, la única época en el año en que vuelvo a sentirme yo y vuelvo a ser feliz, cómo nunca más lo podría ser, el único momento en que siento que cualquiera de mis sueños se puede hacer realidad.
Y tenías que ser tú para convertir todos los meses en diciembre, y hacer que esa magia dure para siempre.
Y si tienes la duda, sí, fue un diciembre cuando sola en medio de la obscuridad de la noche, cuando toda la ciudad se apagó para que yo paseara por las desoladas calles, pensé en tí.
Y fue un diciembre cuando todo empezó.