Aprendí a descubrir pistas, leer entre líneas de canciones y diálogos de películas, a buscar señales sutiles,
a sentir el corazón detenerse en el vacío entre cada palabra.
Aprendí a ser feliz con
cualquier cosa estúpida, porque lo más poco de ti significaba todo en mi vida,
y porque sólo eso me dabas, pequeñas cosas imperceptibles, que sólo yo y vos
notábamos, porque así tenía que ser, a escondidas.
Aprendí a no usar
maquillaje y a permitirle a la lluvia empapar mi cabello, a ver la belleza de
lo cotidiano, de mis viajes en autobuses y el paisaje cuando cruzaba la ciudad,
aprendí a ver lo que nadie más veía, y sé que sólo yo podía, porque sólo yo sentía
esto.
Aprendí a esperar
pacientemente y dejar de esperar. Aprendí a sólo dar y dar y dar y dar todo de
mí, y sí, a veces seguía esperándote.
Aprendí que podíamos ver
tantas cintas juntos y compartir tantos momentos sin estar siquiera cerca, y, sabes, siento como si todo lo hubiese vivido de tu mano.
Aprendí a sentirte en el aire tibio, en
el viento que enredaba mi cabello, como tus manos cuando lo sostenían
firmemente, te sentía en el frío que entraba por mi ventana y en la calidez de
mi cama.
Aprendí a verte en las
luces de la ciudad, en los cielos llenos de estrellas, también en los nublados,
en los días en los que el sol aparchonaba de luz el pasto sobre el que me tiraba a pensar en ti, en las gotas de
lluvia brillando como hilos de plata en una tarde gris.
Aprendí a sentir tus
caricias cuando la música me erizaba la piel, a verte en todos los lugares en
todas las personas, siempre esperaba que fuera tu rostro.
Aprendí de memoria todas
las letras que me recordaban algo tuyo, y los diálogos de las películas
también.
Aprendí a verte en mí, a
llevarte por dentro, recorriéndome constantemente por todo el cuerpo.